Iván Petrella* . Para La Nación .
«¿Dónde estás?», le pregunta Dios a Adán en el Génesis. El filósofo Martin Buber señala que Dios no indaga sobre la ubicación física del primer hombre, ni sobre su conducta y proceder. Dios, al ser Dios, ya sabe todo lo que hay para saber, por lo que la pregunta bíblica no busca aprender algo nuevo sino generar un efecto en el interlocutor; la pregunta está dirigida a toda la humanidad con el fin de que evaluemos nuestras vidas. ¿Quiénes somos? y ¿quiénes queremos ser? Son preguntas que requieren de respuestas individuales y colectivas. Evitar la respuesta, es, en sí mismo, una respuesta. ¿Quiénes somos? y ¿quiénes queremos ser? Son las dos preguntas centrales de las humanidades. Cobran mayor urgencia en tiempos de transición y de cambio, cuando las ideas y los conceptos heredados para entender la sociedad y nuestra propia humanidad pierden utilidad. Hay momentos en los que el pensamiento atrasa en relación con la realidad; momentos, en palabras de Antoine de Saint-Exupéry en Viento, arena y estrellas, donde “para entender el mundo de hoy usamos un lenguaje creado para expresar el mundo de ayer”. Estamos en el umbral de una gran transformación política, económica y social impulsada por el auge de tecnologías como la inteligencia artificial, la edición génica y la biotecnología. Toda tecnología disruptiva impacta en la organización de la sociedad. El arco y flecha, al permitir a los humanos matar a distancia, reconfiguró la relación con el entorno. Lo mismo ocurre hoy. La disrupción tecnológica cambió, por ejemplo, el equilibrio de poder del último siglo entre ciudadanos y autoridades. Se ve claramente en los medios: vía las redes sociales se puede llegar a millones de personas sin necesidad de pasar por editores, diarios ni noticieros. Y se ve en la política con el auge de figuras que aparecen por afuera de los grandes partidos y que usan estas herramientas para difundir sus mensajes y movilizar a la ciudadanía. Más profundamente, estos desarrollos tecnológicos llevaron a una disociación entre el tiempo personal, íntimo, de las personas, y el tiempo político que impacta y seguirá impactando en el funcionamiento de las democracias. La satisfacción de deseos y necesidades en la esfera personal es inmediata: una compra, una película, un libro y hasta buscar pareja están al alcance de un botón. Pero los tiempos políticos en democracia son otros. Implementar políticas públicas requiere de evaluación, generación de consensos, de pasos adelante y marchas atrás; la experiencia democrática es lenta y ardua, a contramano de lo que se vive en la esfera personal. El impacto en las expectativas de los ciudadanos es enorme. El auge de la tecnología digital y de la inteligencia artificial no solo impacta en la política y pone en jaque a las democracias, también reconfigura la realidad de la economía y de las empresas. Las empresas dominantes ya no son Exxon o Procter and Gamble sino Apple, Google, Microsoft o Amazon. Hasta Starbucks es cada vez más una compañía cuyos insumos son los datos y la tecnología. La inteligencia artificial es una “tecnología de uso general”, herramientas de almacenamiento y fundamentalmente análisis de enormes bancos de datos, en busca de patrones, secuencias y correlaciones que son invisibles al ojo humano. Pero es su combinación con otras esferas de conocimiento, en particular con la biología, lo que lleva a imaginar cambios radicales en las próximas décadas. En 2018 nacieron en China los primeros seres humanos modificados genéticamente, un hito que pocos años atrás hubiera sido imaginable solo en ciencia ficción. Para George Church, profesor de genética en la escuela de Medicina de la Universidad de Harvard y uno de los científicos en la vanguardia de la edición génica, esto fue solo el primer paso en la futura modificación de nuestra especie. En sus presentaciones y ponencias, Church resalta modificaciones al genoma que otorgarían, en un futuro cercano, cualidades tales como huesos ultrarresistentes, mayor musculatura, insensibilidad al dolor o baja propensión a distintas enfermedades, entre otras. Cuanto mayor sea nuestra comprensión del genoma y de la relación entre distintos genes, mayor será también nuestra capacidad de modificación sin temor a efectos secundarios. Ahí es donde la inteligencia artificial juega un papel central. En hospitales de Estados Unidos y otros países desarrollados es cada vez más común secuenciar genéticamente a recién nacidos. Una de las grandes promesas y amenazas que enfrentarán las próximas generaciones surge de la combinación de esa información –big data sobre nuestro ADN– con algoritmos capaces de detectar enfermedades o capacidades extraordinarias de origen genético, sumado a la creciente capacidad de modificar nuestro genoma. En las palabras de Joseph Aoun, presidente de la Universidad de Northeastern, “las máquinas nos ayudarán a explorar el universo, pero los seres humanos se enfrentarán a las repercusiones de los descubrimientos”. ¿Cómo manejar estas nuevas capacidades? Los cambios tecnológicos impactarán en nuestra comprensión de nosotros mismos y en la organización de la sociedad. En su ensayo sobre inteligencia artificial, Cómo termina la Ilustración, Henry Kissinger resalta que “la Ilustración nació con ideas esencialmente filosóficas difundidas por una nueva tecnología [la imprenta]. Nuestra época se mueve en la dirección opuesta. Ha generado una tecnología potencialmente dominante en busca de una filosofía que la oriente”. Para el filósofo español Daniel Innerarity, vivimos en un mundo que cambia tan velozmente que la experiencia del pasado, la referencia tradicional usada para evaluar circunstancias nuevas, tiene cada vez menos utilidad. Por eso, dice, “aprender del futuro” es la mejor forma de suplir “la enorme desproporción entre lo que sabemos y lo que deberíamos saber para arreglar los problemas que plantea una sociedad de nuestra naturaleza”. Y Shannon Vallor, directora del Center for Technomoral Futures en el Edinburgh Futures Institute de la Universidad de Edimburgo, escribe en su Tecnología y las virtudes que “predecir la forma general de las innovaciones del mañana no es nuestro mayor reto: mucho más difícil y significativo es el trabajo de averiguar qué haremos con estas tecnologías una vez que las tengamos, y qué harán con nosotros”. Para estos pensadores, el impacto social y humano de la disrupción será tan grande que requiere de una filosofía rectora. ¿Qué hacer con estas tecnologías? y ¿Qué harán con nosotros? Son preguntas que trascienden respuestas meramente técnicas: tienen que ver con valores y visiones del bien. ¿Dónde estás?, preguntó Dios a Adán. ¿Quiénes somos?, ¿Quiénes queremos ser?, Debemos preguntarnos hoy, y son eminentemente preguntas para las humanidades.
El debate sobre el futuro de las humanidades es coyuntural y candente, con diversas posturas dentro de distintas discusiones. Una discusión se centra en su relevancia hacia el futuro. Están quienes creen que las humanidades se volvieron anacrónicas en un mundo dominado por la tecnología y en el que, se dice, lo que más debería preocupar a las universidades y a sus alumnos son las posibilidades de salida laboral. En 2015, 50 universidades japonesas cerraron o achicaron sus facultades de humanidades después de que el ministro de Educación, Hakuban Shimomura, instara a los centros de enseñanza superior del país a ofrecer una “educación más práctica y profesional que se anticipe mejor a las necesidades de la sociedad”. En Canadá, la Universidad de Alberta hizo lo mismo con 20 programas de humanidades y la Universidad de Middlesex, en el Reino Unido, cerró su programa de filosofía. La crisis económica surgida de la pandemia aceleró estas decisiones. En 2020, la Universidad de Illinois Wesleyan, cuyo presidente es una reconocida académica en estudios clásicos, cerró ese programa y analizó el cierre de religión, francés e italiano, y en 2021 la Universidad de Kansas anunció que cerraba sus programas de humanidades. Desde ya, no todos creen que las humanidades están condenadas a la irrelevancia. En Francia, Jean-Michel Blanquer, entonces ministro de educación de Emmanuel Macron, restableció la enseñanza de latín, griego y filosofía en la educación pública. Según Blanquer, “cuando el mundo tuvo que repensar su propia lógica en los siglos XVI y XVII con el descubrimiento de las Américas y la invención de la imprenta, hubo al mismo tiempo un redescubrimiento de la Antigüedad, de los clásicos. No es casualidad. Hay que pensar de dónde venimos para ver adónde vamos”. Para él, “la gran pregunta de nuestra época es en qué medida un mundo más tecnológico puede ser un mundo más humano. Y la educación es la primera respuesta a esta pregunta […]. Supone este equilibrio entre las raíces y las alas”. Desde este punto de vista, limitar la enseñanza de humanidades nos dejaría sin brújula precisamente cuando más la necesitamos. No sorprende, entonces, que para algunos pensadores el hecho de que muchas democracias hoy parezcan a la deriva e incapaces de hacer frente a autocracias que buscan competir con ellas, no solo ya en la eficacia para resolver problemas sino también hasta ideológicamente, se debe en parte al menos a la marginación de las humanidades. Para la filósofa Martha Nussbaum, por ejemplo, con el abandono de las humanidades se pierde la principal herramienta para enseñar las virtudes que hacen a la buena ciudadanía. En Not for Profit: Why Democracy Needs the Humanities, se queja del énfasis actual en educar en vistas exclusivas al empleo, a expensas de las humanidades: “Las naciones de todo el mundo –escribe– pronto estarán produciendo generaciones de máquinas útiles, en lugar de ciudadanos completos que puedan pensar por sí mismos, criticar la tradición y comprender el significado de los sufrimientos y logros de otra persona”. Sin disciplinas como literatura, historia y filosofía no se podría combatir el retroceso democrático, las fallas en el funcionamiento de democracias y la caída en la aprobación y la importancia que la población le otorga a vivir en democracia. En el plan nacional de inteligencia artificial francés encontramos también la interconexión entre saber humanístico y tecnología. Según Macron, si la inteligencia artificial viene a cambiar la sociedad de manera tan radical como se supone, su desarrollo no puede quedar en manos exclusivamente de empresas del sector privado (el modelo estadounidense) o de un país con nulo apego a valores democráticos (el modelo chino). En ambos casos, falta el marco de valores desde donde evaluar el crecimiento y la implementación de la tecnología. Por eso, Macron insiste con que su “país sea el lugar donde se construya esta nueva perspectiva de la IA, sobre la base de la interdisciplinariedad: esto significa cruzar las matemáticas, las ciencias sociales, la tecnología y la filosofía. Eso es absolutamente fundamental”. Desde el punto de vista de Macron, la interdisciplinariedad permite prever problemas. Hoy, por ejemplo, gracias al escándalo de Cambridge Analytica sabemos que la privacidad de datos es un problema; y después de que un auto autónomo de Uber matara a un peatón sabemos que hace falta un marco legal para los autos autónomos. La mejor manera de que la innovación no se vea bloqueada por problemas imprevistos, dice Macron, es anticiparse a los dilemas que trascienden lo estrictamente tecnológico, “diseñando desde un principio los límites éticos y filosóficos”. Algo que casi siempre pasa de largo en el debate sobre el futuro de las humanidades es el hecho que empiezan a tener cada vez mayor peso en los nuevos centros dedicados a estudiar el impacto de la disrupción tecnológica en la sociedad. Ya mencioné el Center for Technomoral Futures liderado por Shannon Vallor, filósofa especializada en virtue ethics, escuela de pensamiento derivada de la filosofía greco-romana. El nuevo Institute for Ethics in AI de la Universidad de Oxford tiene como mandato “reunir a los principales filósofos del mundo y otros expertos en humanidades con los desarrolladores y usuarios de la inteligencia artificial”. El Stanford Center for Human Centered Artificial Intelligence, inaugurado en 2019, puso a las humanidades en el centro de su estructura e investigación: uno de sus dos directores es John Etchemendy, filósofo y profesor en la Escuela de Humanidades; un tercio de sus directores asociados viene de disciplinas humanísticas, y entre sus fellows de investigación hay historiadores, artistas, filósofos y expertos en relaciones internacionales. Una segunda discusión en torno a las humanidades es más acotada y tiene que ver con el impacto de la digitalización y el surgimiento de las “humanidades digitales”. Al mismo tiempo que muchas universidades acotan sus programas humanísticos, también reciben donaciones enormes para fomentar la disciplina de data science. El más ambicioso es el MIT, que invirtió mil millones de dólares en una nueva facultad. La Universidad de California en Berkeley recibió 252 millones de dólares, la donación más grande de su historia, para el mismo fin; y lo mismo sucedió en la Universidad de Pensilvania con 120 millones de dólares. La ciencia de datos es intrínsecamente interdisciplinaria porque el insumo –los datos– puede provenir de cualquier ámbito: desde los flujos de tráfico en distintos horarios en una ciudad hasta la frecuencia y el contexto del uso de la sinécdoque en la obra de Shakespeare. Hay quienes ven su aplicación a las humanidades como un peligro. Para la historiadora Jill Lepore, por ejemplo, el reemplazo de la tradición interpretativa de disciplinas como la literatura, la historia o la filosofía por acumulación de datos lleva a que pierdan su esencia, la capacidad de reflexión sobre la condición humana. Mayor cantidad de datos, insiste, no equivale necesariamente a mayor conocimiento. Tiene razón. Sin embargo, “los poderes computacionales del reconocimiento de patrones, del análisis de redes, de la visualización, poderes que superan lo que la mente humana puede hacer por sí sola” no deben verse como un reemplazo de la necesidad de interpretación. Como resalta Dan Sinykin, las disciplinas humanísticas siempre hicieron uso de datos. Lo que cambió con la revolución digital es la cantidad a disposición y la capacidad para evaluarlos y buscar conexiones. Las humanidades digitales son una extensión de las humanidades tradicionales; allí el aspecto digital surge como refuerzo, y no como reemplazo, de las metodologías tradicionales. ¿Están, entonces, las humanidades en crisis? Sin duda, el financiamiento para departamentos universitarios en disciplinas como la literatura, la antropología, la filosofía y otros se achicó. Pero al mismo tiempo son piedras fundacionales de los programas de investigación de centros académicos en la vanguardia del análisis y desarrollo de las nuevas tecnologías. El impacto político, ético y humano de la disrupción tecnológica es una de las discusiones globales más candentes de la actualidad. Las humanidades, como casi todo ante los cambios que vivimos, están al mismo tiempo en transición y en ebullición.
Hay al menos tres maneras de entender el papel de las humanidades en el mundo actual. En primer lugar, las humanidades digitales vinieron para quedarse. La disrupción digital provee y proveerá a sucesivas generaciones de investigadores de un archivo de palabras, imágenes y sonidos inimaginable hace poco más de una década, y eso aumenta la capacidad de acceso e investigación. Este tsunami de datos necesita de bibliotecarios, archiveros, museólogos –entre muchos otros– que puedan desarrollar modos de recopilación y preservación acordes a esta nueva era. Las opciones no deberían ser desfinanciar a las disciplinas humanísticas o suponer que nada cambió, que se puede trabajar de la misma manera que en el siglo pasado. En segundo lugar, las humanidades también emergen como un ancla de referencia en un mundo que cambia cada vez más velozmente. Esto es lo que podría denominarse el modelo francés, aunque se puede ver también en los nuevos centros de estudio sobre inteligencia artificial en el mundo anglosajón. Nos referimos no a respuestas en el sentido de respuestas fijas –más bien lo contrario– sino a la reflexión en torno a preguntas antiguas que han recobrado urgencia: ¿quiénes somos?, ¿quiénes queremos ser? “Conócete a ti mismo,” decía Sócrates. ¿Cambia esa pregunta cuando, gracias a la revolución digital, una empresa o un Estado puede inferir la orientación sexual de una persona incluso antes que ella misma? Finalmente, las humanidades juegan un papel central en inculcar cualidades importantes para navegar la actualidad. Fomentan el pensamiento crítico, la flexibilidad cultural, la empatía y la imaginación narrativa, centrales a la formación de ciudadanos con cultura democrática, último sostén de las instituciones dentro de las cuales convivimos. Las humanidades brindan a la vez realismo y profecía. Mirarse al espejo con detenimiento; examinar, interrogar, escuchar, aprender: eso es realismo, dejar atrás el autoengaño. Pero el verdadero realista sabe que el cambio siempre es posible. Por muy asfixiante que pueda parecer el statu quo, “hay una grieta en todo”, como canta Leonard Cohen, “y así es como entra la luz”. La tarea es encontrar esa luz, identificando esas grietas y forzarlas a abrirse. * El autor es director de cultura, humanidades e industrias creativas en la Fundación Bunge y Born.